jueves, 31 de diciembre de 2015

DESIDERATA PARA EL NUEVO AÑO



Que el nuevo año 
sea un año que sugiera gratitud, 
que nos devuelva con creces 
todo lo que ofrezcamos a los demás, 
que nos haga abrir los brazos 
para acoger toda suerte de bondades, 
que traiga serenidad a nuestros corazones, 
que nos haga conscientes 
de cada instante que vivamos 
y que vivamos cada instante 
gozosa y plenamente, 
que nos abra los ojos y los corazones
a las buenas obras de los demás 
y que aparte de nosotros
la ira que daña solo al que la siente.
Que nos sintamos dichosos 
por vivir un año más.
Que este año nuevo nos traiga Amor y Felicidad.




sábado, 7 de noviembre de 2015

EL PESO DEL SILENCIO


El silencio no es la antítesis de la música, es parte de ella, es el contrapunto de las notas.
El silencio no es lo contrario a la palabra, forma parte del texto y, como los demás vocablos, es polisémico. 


Suele tener buena reputación: está socialmente mejor considerada una persona parca en palabras que una locuaz. 
Hay infinidad de proverbios y aforismos que alaban la conveniencia del silencio. Desde tiempos antiguos, en todas las culturas, se busca la paz en él y generalmente se halla. 
Pero el silencio es otra forma de conversar consigo mismo y con el mundo. Si la palabra puede expresar mil sentimientos, realidades, perspectivas, no menos reflejan los silencios. 
El que calla no otorga, pues no existe traducción de la palabra no pronunciada. El que calla no habla y nada se puede opinar de algo que no se dice. 
Al parecer el alma pesa 21 gramos. No sé si son demasiados o demasiado pocos. Pero el silencio, que es el lenguaje poético del alma, hecho de comas, puntos, puntos y comas, puntos suspensivos, grandes paréntesis, interrogaciones, exclamaciones, comillas, puntos finales... el silencio puede llegar a pesar como un agujero negro.




jueves, 5 de noviembre de 2015

A COMO ACACIA O COMO AMISTAD


           La Acacia es un árbol que forma parte de la historia de mi familia. Delante de la casa de mis abuelos había dos, altas y hermosísimas. De pequeña, en verano, pasaba una temporada con ellos, en el pequeño pueblo de Castilla, en la provincia salmantina, cuyo paisaje se compone de encinas y toros, y las observaba orgullosas en su espesura escoltando la casa familiar. Desde el balcón, sus copas me recordaban al peinado de las mujeres de aquellos años.  


Una tía nos enseñaba a todos los niños un bonito juego con las hojas de acacia, de un verde brillante, formadas a su vez por numerosas hojitas dispuestas a lo largo de una nervadura central que culminaba en el ápice con una hoja mayor. Teníamos que coger una hoja con la mano izquierda y, sujetándola entre el pulgar y el índice de la derecha, que la asían con fuerza, preguntar a los demás: “¿Gallo o gallina?”. Era una especie de apuesta. Entonces deslizábamos hacia arriba con fuerza los dos dedos llevándonos por delante las hojitas. Si en el extremo del despojado nervio quedaba entre los dedos un espeso penacho, ganaba el gallo; pero si el eje central conservaba alguna hojita, significaba que se imponía la gallina. ¡No sé cuántas veces habremos jugado! Es como magia, como cuando se sopla el diente de león tras expresar mentalmente un deseo. A los niños les encanta y uno no se cansa nunca de este ritual.   
Las acacias las había plantado mi abuelo porque amaba estos árboles que regalaban buena sombra en el cálido verano, acunaban su follaje alegremente al ritmo de la brisa y se engalanaban, como una novia, con racimos colgantes de cándidas flores en la tardía primavera, justo para las fiestas patronales. La casa de los abuelos era la casa de las acacias.
Recuerdo nítidamente el dolor de todos, pero sobre todo el de mi abuelo, cuando el neoalcalde del pueblo ordenó derribar nuestros árboles sin una razón que lo justificase. Todos trataron de disuadir al titular del ayuntamiento, antes que nadie la persona que los sembró y cuidó durante años, que no comprendía por qué, el que consideraba un amigo, quisiera ocasionarle este daño absurdo, inútil, gratuito, infundado. No hubo manera: talaron las acacias y un buen pedazo de fe de su corazón, que perdió a tres amigos.

La historia de las acacias aflora cada vez que alguien, que considerabas amigo, te traiciona por cualquier mezquindad, por celos, por soberbia, por maldad, por hacer daño, por estupidez. Y siempre es una gran decepción, es otra cicatriz.
Ya no flanquean la puerta de casa de los abuelos, pero desde mis ventanas y desde las de mis hermanos, en las calles de tres diferentes ciudades, se divisa una larga hilera de acacias que no hemos plantado nosotros; quizá haya sido mi abuelo que las ha sembrado desde el cielo. Y en verano arrancamos algunas hojas y se escucha el bullicio de los niños: “¡Gallo, gallina!”.

domingo, 27 de septiembre de 2015

BESOS CON SABOR A MENTA

¡Cuánto se han burlado de nuestros besos! Ensordecedores como una mascletá, los labios ametrallando cariño: mupch, mupch, mupch, mupch, mupch. Generalmente en series de cinco, a veces en las mejillas, a veces en los ojos, a veces en la frente. Besos congénitos, heredados quizá de la abuela paterna que no conocí pero que dejó como legado una estela de ternura sonriente.
Mi padre no pasaba de puntillas, era festivo su tono; su aspecto jovial y ruidoso, con los bolsos llenos, como su corazón, de sueños y caramelos: “toma un cigarro” -decía- y te daba un caramelo o un puñado. Siempre eran de menta y a menta olía él, todos olemos a menta 
en esta familia.  ¡Cuántos lo recuerdan asociado a los caramelos! Era espléndido en todo lo que tenía: cariño, tiempo, galantería, disponibilidad.



En su fuero interno, no acabó nunca de jubilarse, siempre tenía mucho que hacer. Se quedó, sin embargo, con algunos sueños por cumplir, pero decía que mi madre y sus hijos éramos su mayor capital.
A veces me piropeaba: “Estás hecha un primor… Pero nunca llegarás a tu madre” y a mí me encantaba, tanto como cuando, sin motivo alguno, se presentaba con rosas recogidas para ella de mil rosales, la saludaba diciendo “¡Preciosa!” y le disparaba cinco besos en la mejilla. En los últimos años pasaba largos ratos contemplándola como si tuviera miedo de no volverla a ver al día siguiente.
Le enorgullecía su familia, derrochaba satisfacción. “¡Qué bien vives!” -le repetían continuamente. Y él siempre respondía “ya vamos quedando pocos”. 
Despertó envidias por saber disfrutar de cualquier nimiedad y siempre tuvo una mano para sostener una puerta o subir la compra a un anciano y una sonrisa para todos.
Fue mi taxista incondicional, me llevaba diligente a la estación o me iba a buscar cuando yo volvía a casa, de buen grado, tan contento, y casi como un novio, no se iba hasta que no salía el tren o el autocar.
Azules como el cielo eran sus ojos, como los mares cristalinos, como la felicidad, esa que resumía en un papel, encontrado entre sus cosas, su vida: “setenta y seis felices años”.

Mi padre era música, la Marcha Radetzky de Strauss en el concierto de Año Nuevo en Viena, aplaudiendo besos en lugar de palmas. Se nos ha acabado el concierto y nos hemos quedado sordos de silencio, de besos, con el perfume de menta flotando en el aire.



martes, 22 de septiembre de 2015

SI OS HABLO DE LOCURA


   Cuando estamos inquietos por algo que va a ocurrir, sobre todo por el resultado de un proyecto, de un acontecimiento, a menudo desperdiciamos la existencia suponiendo todo tipo de posibilidades, una infinidad de “si”, cualquier eventualidad, como si quisiéramos prever consecuencias, reacciones, efectos colaterales. ¡Pérdida absoluta de tiempo!
   Cualquiera que sea la cuestión, el problema, la situación, se nos escapan inevitablemente elementos, a menudo banales, que determinan el desenlace.
   De chavalita me gustaba hacer planes, soñar con los ojos abiertos y me divertía haciendo conjeturas: “Si hago esto, podría suceder esto, esto otro o lo de más allá”, me decía. Y  proseguía: “Si luego se cumple alguna de las hipótesis, entonces pensaré que había pensado ya en ello, lo había previsto. Es más, que había pensado incluso en el hecho de haberlo pensado antes”. Y seguía y seguía hasta agotar todos los tiempos verbales y hasta casi enloquecer. “¡Basta, basta! -me decía-. Si persisto en estas cavilaciones moriré, no dejaré alternativa alguna a la vida ni a la casualidad”. Me asustaba y entonces abandonándome a consideraciones más ligeras, recobraba la calma.
   A este tipo de juicios les había adjudicado incluso una denominación: “Pensamientos en perspectiva o de espejo en el espejo” porque se multiplicaban hasta el infinito como un espejo frente a otro.
 
   Sin embargo, aunque hubiese calculado tantísimas opciones, llegado el momento, el hecho se desarrollaba siempre de forma totalmente imprevista y esto, lejos de enojarme, me alentaba, me quitaba un gran peso de encima, el peso del control absoluto sobre la vida y no pocas veces la sorpresa además resultaba grata.
   Era una práctica agotadora que me sirvió, no obstante, para determinar mi carácter. Abandoné para siempre los “si hiciera” y en especial los “si hubiese hecho”. Desde entonces pienso, reflexiono y luego me abandono entre los brazos de la Fortuna, esperando que sea siempre para bien. Y casi siempre va todo viento en popa.
   Cuando, por el contrario, las cosas salen al revés, acepto sumisa la derrota porque sé que de otra manera me volvería soberbia y vanidosa.     
   Ahora bien, hay dos “si” que me he guardado en el corazón: “Si quieres” y “Si” de Rudyard Kipling.     
 
 

lunes, 21 de septiembre de 2015

¡VA POR TI, MAMÁ!

Recuerdo aquella pregunta que nos hacían de pequeños, probablemente muchas veces de forma repetitiva y sin ninguna intención:  ¿a quién quieres más a papá o a mamá? Si eras un poco listo respondías que a los dos. 
Era algo tan frecuente que incluso había una especie de jueguecillo en el que una persona más mayor te preguntaba: "¿a quién quieres más, a papá, a mamá o al ayayay?" Y los niños, curiosos siempre, caíamos en la trampa y respondíamos: "al ayayay". Y entonces nos hacían cosquillas por todo el cuerpo y nosotros gritábamos: "Ay ay ay".
Hoy creo que a nadie se le ocurriría preguntarle a un niño que a quién quiere más. Pero en una realidad en la que se cuantifica todo, (los 10 libros, ejercicios, lugares del mundo... imprescindibles!), me he planteado a menudo si hay grados en el querer, a qué persona quiero más en el mundo. 
Y hoy 21 de septiembre, cumpleaños de mi madre, pensando en ella, he recordado que si hay algo que nos ha enseñado es que se puede querer muchísimo a mucha gente. Jamás ha demostrado, al igual que mi padre, preferencia por un hijo más que por otro; es algo inconcebible en nuestra casa que pueda haber un hijo predilecto. Y de esta manera, tan sencilla como sublime, hemos crecido haciendo siempre hueco para querer a más personas. Yo a mi madre no la puedo querer más, pues no cabe más querer. Siempre me ha animado a escribir, me cuenta historias y me dice: "para cuando escribas el libro". Así que hoy 21 de septiembre he estrenado, en su honor, una página en la que voy a ir sembrando palabras, algunas arrinconadas desde hace tiempo en un cajón y otras nuevas. 
¡Va por ti mamá, feliz cumpleaños y que sea así por muchos años!