sábado, 7 de noviembre de 2015

EL PESO DEL SILENCIO


El silencio no es la antítesis de la música, es parte de ella, es el contrapunto de las notas.
El silencio no es lo contrario a la palabra, forma parte del texto y, como los demás vocablos, es polisémico. 


Suele tener buena reputación: está socialmente mejor considerada una persona parca en palabras que una locuaz. 
Hay infinidad de proverbios y aforismos que alaban la conveniencia del silencio. Desde tiempos antiguos, en todas las culturas, se busca la paz en él y generalmente se halla. 
Pero el silencio es otra forma de conversar consigo mismo y con el mundo. Si la palabra puede expresar mil sentimientos, realidades, perspectivas, no menos reflejan los silencios. 
El que calla no otorga, pues no existe traducción de la palabra no pronunciada. El que calla no habla y nada se puede opinar de algo que no se dice. 
Al parecer el alma pesa 21 gramos. No sé si son demasiados o demasiado pocos. Pero el silencio, que es el lenguaje poético del alma, hecho de comas, puntos, puntos y comas, puntos suspensivos, grandes paréntesis, interrogaciones, exclamaciones, comillas, puntos finales... el silencio puede llegar a pesar como un agujero negro.




jueves, 5 de noviembre de 2015

A COMO ACACIA O COMO AMISTAD


           La Acacia es un árbol que forma parte de la historia de mi familia. Delante de la casa de mis abuelos había dos, altas y hermosísimas. De pequeña, en verano, pasaba una temporada con ellos, en el pequeño pueblo de Castilla, en la provincia salmantina, cuyo paisaje se compone de encinas y toros, y las observaba orgullosas en su espesura escoltando la casa familiar. Desde el balcón, sus copas me recordaban al peinado de las mujeres de aquellos años.  


Una tía nos enseñaba a todos los niños un bonito juego con las hojas de acacia, de un verde brillante, formadas a su vez por numerosas hojitas dispuestas a lo largo de una nervadura central que culminaba en el ápice con una hoja mayor. Teníamos que coger una hoja con la mano izquierda y, sujetándola entre el pulgar y el índice de la derecha, que la asían con fuerza, preguntar a los demás: “¿Gallo o gallina?”. Era una especie de apuesta. Entonces deslizábamos hacia arriba con fuerza los dos dedos llevándonos por delante las hojitas. Si en el extremo del despojado nervio quedaba entre los dedos un espeso penacho, ganaba el gallo; pero si el eje central conservaba alguna hojita, significaba que se imponía la gallina. ¡No sé cuántas veces habremos jugado! Es como magia, como cuando se sopla el diente de león tras expresar mentalmente un deseo. A los niños les encanta y uno no se cansa nunca de este ritual.   
Las acacias las había plantado mi abuelo porque amaba estos árboles que regalaban buena sombra en el cálido verano, acunaban su follaje alegremente al ritmo de la brisa y se engalanaban, como una novia, con racimos colgantes de cándidas flores en la tardía primavera, justo para las fiestas patronales. La casa de los abuelos era la casa de las acacias.
Recuerdo nítidamente el dolor de todos, pero sobre todo el de mi abuelo, cuando el neoalcalde del pueblo ordenó derribar nuestros árboles sin una razón que lo justificase. Todos trataron de disuadir al titular del ayuntamiento, antes que nadie la persona que los sembró y cuidó durante años, que no comprendía por qué, el que consideraba un amigo, quisiera ocasionarle este daño absurdo, inútil, gratuito, infundado. No hubo manera: talaron las acacias y un buen pedazo de fe de su corazón, que perdió a tres amigos.

La historia de las acacias aflora cada vez que alguien, que considerabas amigo, te traiciona por cualquier mezquindad, por celos, por soberbia, por maldad, por hacer daño, por estupidez. Y siempre es una gran decepción, es otra cicatriz.
Ya no flanquean la puerta de casa de los abuelos, pero desde mis ventanas y desde las de mis hermanos, en las calles de tres diferentes ciudades, se divisa una larga hilera de acacias que no hemos plantado nosotros; quizá haya sido mi abuelo que las ha sembrado desde el cielo. Y en verano arrancamos algunas hojas y se escucha el bullicio de los niños: “¡Gallo, gallina!”.